Tres ángeles de la muerte (o el legado de oscuridades pasadas)

Desencuentros incongruentes

Lo sé,
mañana fuiste lo que seremos ayer.
Porque vos…
porque yo…
porque nosotros…

Sin embargo no sé de cuándo
(probablemente de ahora y nunca),
ni de dónde,
te conozco.

Tal vez fue en alguna parada de bondi,
en algún café,
en alguna esquina,
en alguna iglesia,
alguna nube,
algún charquito,
o alguna baldosa floja,
pisoteada,
salpicando el agua y la tierra
que escondía tras la tormenta
del agosto que se nos fue.

Descendiendo del cielo en un calvario alegre,
viajando a bordo de una lágrima,
atravesando el pómulo izquierdo de Apolo,
que te manda saludos,
a vos,
que me ves,
que me olés,
que me sentís,
y me traés, como siempre,
un rayo de sol,
una nube gris,
una alegría,
me convidás un cigarrillo
y te vas,
llevándote las canciones que no escribí,
y la locura que fueron tejiendo mis inviernos.

Lo sé,
mañana los diarios no hablarán de vos,
de tu crimen pasional,
de la cicuta que,
con palabras,
con encanto,
con seducción,
le diste de beber a mi soledad.

Lo sé,
no hablarán de mí,
del fuego,
del viento,
del réquiem compuesto para la ocasión,
del suicidio de lo que fui,
de aquélla sórdida voz sin alma,
que se pegó un tiro,
tras silbar,
en su postrimería,
el bolero,
el dolor,
esa tierra fértil,
que está atravesando el cementerio
donde te encontré.

Así cantaba el vagabundo:
“Todo lo que alguna vez fui,
ahora está ardiendo en la hoguera”.

Confesión del reflejo de un rostro sobre las aguas del lago de la frontera
Existe un cementerio de almas a la vuelta de uno mismo. Cualquier camino parece inexorablemente conducirnos a él, aún cuando incluso no sabemos de su existencia. Aquéllos que han experimentado hasta el cansancio la sensación aplastante de haber buscado desde hace ya bastante tiempo lo que de auténtico pueda llegar a tener una vida, y sin embargo, cuando estuvieron a punto de alcanzar dicho objetivo sintieron como se entumecían sus pies, sus manos, los ojos, el corazón, dejando que nuevamente el mismo se escape y se pierda entre la neblina, serán los primeros en descubrir la existencia de aquéllas criptas aterradoras, y, paralizados del miedo, durante un tiempo se convertirán en frívolos misántropos o potenciales suicidas. Aquél valle de los muertos no puede ser descrito sino mediante emociones y sólo algunas pocas imágenes sensitivas, por lo general también difíciles de poder explicarlas a un tercero. Encontrar el destino irremediablemente atado a la oscuridad arrebate contra cualquier forma de esperanza. Parece ser que eso que algunos llaman “paz interior” sólo puede ser alcanzado después de una gran guerra; todas aquéllas recetas para la felicidad, vendidas como empanadas de aire, o fruta amarga, de nada sirven si uno ya sabe de la existencia del cementerio. Y en esa guerra combaten los yines y yang infinitos que habitan en uno, pero sin duda la epopeya final se librará entre los sueños y los temores que siempre corrieron por nuestras venas. Los fantasmas y guardianes del cementerio, que no son otros que la muerte y la soledad, el olvido y la tristeza, y miles de criaturas de otro mundo que perturban cada una de las tumbas que allí se encuentran, harán todo lo posible para aplastar a los primeros y colaborar con los segundos en aquélla batalla sin precedentes en el corazón de un ser humano.  Todos los caminos conducen a este lugar, puede leerse en la entrada al complejo fúnebre, donde siempre es de noche y huele a carne podrida, y las aves de rapiña devoran lo que quedó del niño, último defensor supremo de la luz y el fuego ya casi extintos, ese niño que fuimos nosotros en algún momento. Las armas del ejército de la oscuridad serán siempre las mismas, uno las puede reconocer fácilmente porque siempre fue ese uno quien las tuvo encima, pero claro, nunca las pudo dominar, porque nunca nadie pudo dominar su miedo del todo, y en donde en algún rincón de nuestra conciencia guardábamos algo de paz, de tranquilidad, de libertad, allí vendrán ellos, los temores, a jodernos los escasos instantes donde parecíamos abrazar entre manotazos de ahogado al ser auténtico, de nombre único, de alma joven y corazón puro, que nuevamente se nos escapó, para volver a llamarnos como siempre, como dice nuestro D.N.I., ser nuevamente la misma persona de ayer, con el mismo trabajo, con la misma carrera, las mismas cuadras de siempre y los mismos amigos; la misma marca de cigarrillos, los mismos miedos y los mismos sueños, que otra vez batallan sin que nosotros nos demos cuenta. Porque claro está, que es más fácil seguir siendo lo que se es, que lo que se sueña ser, y de hecho, cuando en la batalla final haya ganado por fin la oscuridad, y aquéllas criaturas apocalípticas estén riéndose de nosotros cincelando epitafios de broma sobre las piedras, nosotros ni nos daremos cuenta, y seguiremos con la rutina de nuestros días, yendo al supermercado, al teatro y al estadio, dejando que de a poco todo en nosotros se muera, hasta que llegue la absurda y más simpática muerte física, que no evitará reírse cuando descubra que en realidad ya estábamos muertos de antemano.

Soledades de un maníaco depresivo limpiando la mugre de las persianas del alma
Escuchá bien, porque afuera llueve y acá lo que oímos es Puccini. Escuchá, que afuera las que caminan son las sombras sin gente. Yo te he visto Canela; mil y un veces penetré en tu alma y la encontré vacía, con gusto a desierto, tal cual la encuentro hoy. No me creíste acerca de la locura de María, y ahora que estamos los tres, borrachos de dolor, y extrañando el perfume de lo que nunca tuvimos, el sosiego que se siente no trae un carajo de calma. No tuviste fe, no abriste las aguas del río y el éxodo hacia mejores tierras donde sembrar libertad resulta en este momento irrisorio y de imposible realización. Podés irte si querés, yo no te voy a impedir nada, pero afuera llueve y sé que la vas pasar mal entre las sombras. Te corrompe el anhelo asfixiante de escapar de esta verdad, de la irremisible crueldad de los hechos venideros. En algunos minutos los ángeles de la muerte vendrán hacia acá, y golpearán la puerta hasta derribarla, tomarán algunas cañas con nosotros y en el momento final de la ópera, el licor que ya fluye junto con nuestra sangre se convertirá en cicuta concomitante, vaticinando el inquebrantable destino fatal al que nos expusiste con tu juego idiota. Sabías que ya no quedaba nada, que la vida estaba en otro lado, pero nunca saliste a buscarla, y ahora es demasiado tarde. Nos perdimos la vida, aún cuando sabíamos que ella siempre iba un poco más allá de lo que pensábamos, sentíamos, imaginábamos. Era vivir, y nosotros dudábamos. Eras vos la que dudabas, y no me creías. No me creías cuando te decía que el cielo crecía bajo el asfalto, ni cuando defendía a María que se nos estaba yendo al sol. Yo, tan imbécil como vos le decía que espere, pobrecita. Ella me esperó, y yo te esperé a vos, y nada. La hora se acerca. Ya queda poca materia viva acá, no se respira otra cosa que azufre, y las pieles no tienen otro pigmento que no sea el gris. Todo se está volviendo inerte, comenzando por lo que nos mantenía en pie. La agonía es inminente, vos sos la culpable y yo también. Las estrellas no dejan de caer, y los rumores de la ciudad que el viento hace chocar contra las ventanas harán estallar los vidrios en cualquier momento. Sé que estás sintiendo lo mismo que yo, el sudor que quema como un ácido cada centímetro cuadrado de la epidermis, la sequedad en la boca y los ojos, y el entumecimiento de cada una de las células rebeldes que desean volver a las esferas creadoras de todas las cosas. Madame Butterfly era la mejor opción, aceptémoslo. No te caigas, no. Veo que ya no sentís los pies, igual que yo, pero tenés que bancartelá. Si querés recostarte un rato en el suelo como hizo María, adelante, quizás todavía a esa altura circulen algunas gotas de oxígeno, volando al ras del parqué. Escuchá, parece que ya están trepando los techos. No puede ser un gato porque ya escaparon todos, no quedan animales de este lado. Son ellos, en cualquier momento van a golpear la puerta y todo se irá a la mierda definitivamente. No te preocupes en despertar a María, ella ya encontró refugio en lo más hondo de su alma, en el paraíso que se fue creando ladrillo a ladrillo a medida que su locura crecía con cada luna llena. Escuchá, el adagio final, Puccini nos abandona también con un estruendo de vientos y cuerdas. Escuchá los truenos y los relámpagos, y las gotas golpeando el vidrio, el viento llevándose todo lo que quedaba. Llegaron y están acá. No llores, no, gritá con lo que te queda de voz, vomitá las palabras que te quedan ante la inminencia del final trágico, del incuestionable triunfo de la oscuridad, que tu último suspiro sea cual puño levantado en señal de rebeldía hacia el cielo que nos asesina, que nos condena por no vivir, por permanecer. Si no tenés ya voz, gritá con los ojos, con las manos, con el pecho, con la última partícula atómica que te quede con algo de vida. Escuchá…